Llueve desde que amanece. La plaza, para hacer honor a su nombre, está llena de charcos. Empapada. Un grupo de operarios hace tareas de acondicionamiento. Se supone que entre ellas y la lluvia, la vegetación lo agradece. Pero otra vez las cifras, las del virus dichoso, para desmoralizarse. El guasap en un no parar. Con razón circula un dato sobre su multiplicación desde que se inició la pesadilla.
Tras los cristales, recuperamos aquella poesía de don Antonio Machado con la que la abuela enseñaba a leer y memorizar.
“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
No hay coro ni carteles y el maestro truena en la memoria. La monotonía de lluvia en los cristales envuelve una estampa de añoranza pero también de dolor porque los números son terribles. Los taxis siguen en la parada más próxima. A la panadería hay que entrar de uno en uno. La tarde gana en monotonía, apenas alterada por el aplauso y las conversaciones de balcón a balcón que se escuchan perfectamente. Se ha ganado en cercanía, aunque los móviles campeen a sus anchas. Lorenzo Milá, en la televisión pública, convierte cada crónica, cada pieza, en una lección de periodismo: el escalofriante dato de que en una ciudad de Lombardía ya entierran a los fallecidos en localidades próximas porque en su camposanto no hay espacio, es ilustrativo del sufrimiento italiano. Por cierto, los amigos de Martinsicuro (Abruzzo) con los que nos hermanamos hace unos años están bien. Algo reconfortante antes de ir a dormir, algo más temprano de lo habitual.