Conocí a Dulce María Loynaz en diciembre de 1992, cuando la visité en su casa de La Habana en El Vedado, anclada en su sillón cubano. Recuerdo que estaba muy cansada, tenía entonces 90 años, y acababa de llegar de recoger un premio literario municipal, la Giraldilla. Eran unos meses muy movidos por cuanto la escritora cubana, casada con el periodista tinerfeño Pablo Álvarez de Cañas, había sido nominada Premio Cervantes 1992. Entre sus obras de prosa poética, destacaba la novela de viajes, ‘Un verano en Tenerife’, que se editó en Madrid en octubre de 1958 y sirvió de apoyo literario para su reconocimiento en el mundo de la letras hispanoamericanas. Le llevé un ejemplar para que me lo firmara pero se quedó con él y un año más tarde, cuando volví a verla en diciembre de 1993, me lo dedicó como vice consejero de Relaciones Institucionales del gobierno de Canarias: “… las inolvidables islas que inspiraron el libro”. Me pidió que: “lo recibiese con la misma simpatía con que fue escrito”.
En el Prefacio de su novela viajera por Canarias, por los veranos que disfrutó en algunas de las islas, Dulce María, la escritora habanera nacida el 10 de diciembre de 1902, Hija Adoptiva del Puerto de la Cruz en 1951, Premio Cervantes en 1992 y fallecida en La Habana en abril de 1997, escribió:
“Como mirto y laurel entrelazados, van sobre el archipiélago canario la Historia y la Leyenda. Querer separar una de otra es quebrarlas sin flor, poner en fuga todos los pájaros…Yo soló contaré lo que a su vera me contaron las gentes y el paisaje; lo que he escuchado y lo que he visto o creído ver, que es también una forma de hacerse a los sucesos y lugares, más personal, más íntimo, en la que todos podemos alegar algún derecho…Contaré pues, sencillamente cómo fue, para mí, un verano en aquella poca tierra asomada a flor de agua.”
Como bien comentó el abogado portuense Luis Rodríguez Figueroa en una entrevista que le hiciera el entrañable periodista orotavense, Alfredo Fuentes, por los años de 1920, la mejor manera de promover el turismo en el Puerto de la Cruz era “Adornándolo de Literatura”. Quizás por ello Dulce María Loynaz le dedicó varios capítulos en su novela de viajes “Un verano en Tenerife”. Fueron tres: Taoro, Las Acuarelas de Bonnin y el Puerto de la Cruz.
Lo cierto es que Dulce María dio nombres a calles en la isla de Tenerife y a premios literarios, inspirando a escritoras femeninas canarias como Elsie Ribal y Cecilia Domínguez, entre otras. Dejó constancia de su admiración por Agustín de Betancourt y de su interés por conocer el legado de Humboldt. De su predilección por el Teide y el drago, de su amor a la lectura, a la prosa y a la poesía, de su admiración por las flores y los calados, por el agua y el campesino canario, por la Virgen de la Peña de Francia, por las ganas de volver.
En esta ciudad algunos de sus admiradores como Elsie Ribal, José Javier Hernández y también su paisano el pianista Othoniel Rodríguez y el que les habla, que trajo en avión desde La Habana el busto de Dulce María Loynaz, obra de un joven escultor habanero y que se colocó en bronce en el parque del Taoro portuense, han querido ofrecerle a la escritora cubana, en colaboración con el área de cultura del Ayuntamiento portuense, un homenaje en el castillo de San Felipe el día 10 de diciembre, por la efeméride 116 de su nacimiento. También porque en este octubre de 2018, año europeo del patrimonio cultural, se cumplieron 60 años de la primera edición del libro “Un Verano en Tenerife”.