Ya hay hoteles abiertos en el Puerto de la Cruz. Alguno, incluso anunciando lleno total durante el fin de semana. Se supone que con mercado regional y local. Turismo interior. Buena señal, a qué dudarlo. Es el despegue, no más. Aún falta mucho para la velocidad de crucero o para que el engranaje del negocio esté funcionando como debe hacerlo.
Pero son los propios hoteleros quienes se quejan de cierta pasividad frente a la notable capacidad de reacción demostrada por sus colegas sureños. Alguno asegura que las previsiones de retorno a la actividad alojativa de hoteles y apartamentos en el norte no son muy favorables que digamos y condicionan, por consiguiente, una pronta recuperación del destino.
Es entendible que la reapertura implica un coste económico de difícil asunción cuando no se dispone de una cantidad de reservas que garantice al menos un cierto equilibrio en la gestión. Pero no lo es menos el hecho que las demoras o los aplazamientos restarán valor al destino. Y a medio plazo, acusarán daño.
¿Será posible que haya operadores turísticos que están desviando grupos debido a la indecisión de los hoteleros portuenses de facilitar una fecha? El axioma es claro: si no hay reservas suficientes no se puede abrir; pero si no se abre, no habrá reservas suficientes.
Atentos, porque la conocida como vivienda vacacional se va abriendo paso y se va adaptando, ganando posiciones en un mercado desconcertado y pasivo. Se posiciona como una modalidad alternativa. Acaso sea la gran triunfadora en ese contexto. Por momentos, nos recuerda lo ocurrido hace ya muchos años con el tiempo compartido (‘time sharing’). Puede que encuentre acomodo en las estructuras empresariales.
Lo que queda claro es que estamos en una situación inédita, seguro, que obligará a cambiar los parámetros establecidos o manejados hasta ahora. Hay que asumir que es imposible pretender mantener los ratios de beneficios de antes de la pandemia. Incluso tal vez sea necesario plantearse una temporada que permita solo cubrir gastos hasta que, poco a poco, comience a desenvolverse la nueva realidad, concepto que nos parece mejor que el retorno a la normalidad.
Hay una queja extendida por las improvisaciones. Respetable. Máxime si se trata de salvar los muebles de la temporada. Pero no conocemos a nadie que, a principios de marzo pasado, dispusiera de una hoja de ruta o de un protocolo para afrontar las consecuencias de la COVID-19. Permitásenos un par de cuestiones: ¿qué se ha hecho de/con los beneficios de los últimos diez años? ¿Hay cantidades de superávit que están retenidos, vía REF, pendientes de pago de impuestos?
Sobre la mesa están los problemas que requieren la intervención directa del empresariado. Retraso en los cobros, necesidad de ofertas para promocionar y lanzar las ventas, programación con antelación suficiente… ¿La exclusiva de los beneficios y la socialización de las pérdidas a la vez?
Por otro lado, hay que tener en cuenta el cuerpo laboral. Los sindicatos parecen aquietados. Dos palabras determinantes a partir de ahora: ERTE y flexibilidad. Hay que implicarse de acuerdo, pero siendo conscientes de que es necesario proteger e incentivar el empleo. Como los latinos, quid pro quo (algo a cambio de algo). Puede que la normativa obligue a turnos, según la organización y distribución de los servicios. Que no haya miedo a las negociaciones si se mantienen con voluntad de concertar soluciones.
En fin, que con estos considerandos y aún con pocas certezas el turismo empieza a moverse. La defensa de intereses sectoriales es plausible pero más que nunca se va a exigir generosidad y visión de futuro si es que el engranaje, con las variables correspondientes, esté al ritmo debido para la próxima temporada alta.